Gaia, de 19 años, está tumbada en una litera de hospital con la mirada perdida. Tiene moratones en el rostro y en partes del cuerpo. Una enfermera le da una cajita con 27 pastillas. Son para evitar un embarazo o enfermedades contagiosas. Está en choque. Poco rato antes ha entrado en urgencias explicando que ha sido violada.
Una pareja de policías intenta interrogarla, pero ella no responde. Se evidencia aún más la relación de poder y vulnerabilidad de ella frente a los policías. Llega un médico forense. Le hace un análisis vaginal y extrae una muestra. Ella se deja hacer, como si su conciencia hubiera desaparecido y solo quedara su cuerpo.
Gaia vive encerrada en el baño de su casa. En la puerta, su padre ha hecho un agujero en la parte inferior y es por donde le pasa la comida. Por las noches, él duerme allí, en el pasillo, con un colchón en el suelo. Hay silencio. El dolor es culpabilidad por no haberla protegido mientras se pregunta por qué ha pasado esto.
En una sala, testifica ante una juez. Le acompaña su padre. Ella está nerviosa y la frialdad de la sala todavía la hace sentir más indefensa y vulnerable. Relata lo que le ocurrió. La jueza permanece distante y poco empática. Le preguntan sobre su vida sexual, cómo iba vestida, si era promiscua. Gaia sigue en choque. Está sola. Y su agresor, absuelto.
A partir de ese momento, Gaia iniciará un viaje de reconstrucción. Convencida de que ya no volverá a ser la persona que era, el viaje será interior y al mismo tiempo conocerá a mujeres de diferentes edades, nacionalidades y profesiones que la ayudarán en el trayecto para saber quién es ahora y qué persona podrá ser en el futuro. Mujeres que han vivido hechos similares al suyo. Mujeres que podrían ser ella. Este viaje de conocimiento de mujeres supervivientes la llevará a su reconstrucción como persona.